Si Dios ejerciera de escritor y todos fuéramos sus personajes -hay quien lo duda y lo publicita en los autobuses-, Miguel Sánchez Pastor sería sin duda el protagonista de un capítulo en el que estarían mezclados el drama y la esperanza. No hay más que escuchar su historia. Actualmente trabaja en un centro (el Luz Casanova) que acoge a inmigrantes, mendigos y sin techo en general. Precisamente en la misma Casa de Acogida a la que acudió como transeúnte en 1998 porque el tobogán de la vida le había llevado a la parte más baja, esa en la que es preciso que alguien te tienda una mano para levantarte. Ahora Miguel, aunque no da por bueno todo lo vivido (las ha pasado canutas, como vulgarmente se dice), sí al menos siente que el futuro no es tan negro como su mismo destino le había buscado. Lo ha desafiado y, por ahora, le ha ganado.
-¿Sabe? Lo más importante en esta vida es sentirte útil. Y yo me siento agradecido de que me necesiten.
Tiene 60 años, lleva jersey de lana gorda y aire de sabio despistado, de un Ramón y Cajal que no sabe donde ha puesto las gafas o el tabaco. Es locuaz y amable, aunque comedido en sus palabras y sus gestos cuando no quiere internarse demasiado en los avatares de su vida. Nació en Jaén y a los 10 años fue abandonado en la Casa de los Hermanos Obreros de María de Granada. Allí estuvo cinco años y a los 15 se escapó para llegar a Barcelona. Ahí comenzó su vida errante. Dice que emprendió varios trabajos pero que un pequeño defecto físico en el ojo casi siempre le impedía ser contratado por una empresa. Ese defecto no fue impedimento para que (engañando a los revisores) consiguiera ir a la mili.
-Era algo que me apetecía. Antes todos los jóvenes queríamos hacer el servicio militar. Yo estuve en el Sáhara, con los regulares. Con los Hermanos Obreros de María aprendí humildad y en la mili disciplina.
Comilonas y tonterías
Después vino su etapa dulce, si es que se le puede llamar así a esa época en la que uno decide formar una familia. Se casó con una abogada y tuvo dos hijos. También encontró trabajo en una inmobiliaria, con una empresa que se dedicaba a las subastas de viviendas.
-Pero no le encontraba sentido a mi vida. Todo era trabajo, comilonas, borracheras y tonterías. Ese vacío que sentía me llevó a ser un alcohólico y a otras cosas más fuertes. Estuve enganchado a todo lo habido y por haber.
Y se rompió el hogar. Dice que pactó con su esposa su separación y su posterior huida y se vino a Granada «con una mano atrás y otra 'alante'», comenta con ese deje andaluz que nunca le ha abandonado.
Recuerda de aquellos años de vagabundo un viaje que hizo en el coche de San Fernando -unos ratos a pie y otros andando- desde Almería a Granada por La Alpujarra.
-Salí con trescientas pesetas y llegué a Granada con veinte duros. No cogí ningún autobús y dormía en el campo. Las almendras y los higos fueron mi alimento.
Dice Miguel que ha pasado muchas noches al raso, pero nunca en las ciudades. Prefiere la compañía de los árboles y de los pájaros. También dice que ha sido un vagabundo, pero no un mendigo porque nunca ha pedido dinero.
-Por no pedir no pedía ni tabaco. Compraba papel de liar y con las colillas que encontraba me hacía mis cigarros. Ahora sigo liando mis cigarros, pero ya compro la picadura.
Confiesa Miguel que una persona que le ayudó mucho en esa etapa de su vida fue Manuel Vílchez, un sacerdote de Dúrcal que tenía una especie de centro de rehabilitación en la sierra. Con él estuvo dos años en un ambiente de paz y trabajo que le ayudó a replantearse su vida.
-Me di cuenta de que me estaba volviendo muy egoísta. Vivíamos como los monjes, pero muchas noches me sentaba en alguna peña y veía las luces de los pueblos en la lejanía. ¿Qué estará pasado allí?, me preguntaba.
Fue cuando decidió volver a Granada y a su Casa de Acogida. Allí, dice, hay cuatro fases (Acogida, Observación, Normalización e Integración) que muy pocos transeúntes consiguen cumplir.
-Yo es que lo tenía muy claro. Quería reintegrarme en la sociedad. Eché curriculum como experto en mantenimiento por todos los hoteles de Granada. Pero nadie me contrató. Claro, también es que yo ya tenía 50 años.
En la Casa de Acogida, en su Casa de Acogida, hacía de 'manitas', tan pronto arreglaba un grifo que un enchufe. También se especializó en los ordenadores. Hasta que allí decidieron que Miguel podría tener un pequeño sueldo si atendía la portería los fines de semana y los días de fiesta.
Superación
Miguel se ha convertido, primero desde su experiencia personal y luego desde su puesto de conserje en la Casa de Acogida, en un profundo conocedor de los sin hogar y de su modo de proceder, en el que, a veces, se incluye la picaresca.
-Hoy cualquier mendigo o indigente tiene en Granada la comida y el techo asegurado, el problema son las dependencias y los vicios. Hay muchos que se van porque dicen que en la calle ganan dinero pidiendo. Otros porque no quieren aguantar las normas que aquí hay. Y otros utilizan esto como si fuera una pensión gratis. ¡Yo he visto llegar aquí a transeúntes hasta en taxis!
Dice que la mayoría están agarrados a ciertos hábitos marginales de supervivencia; lo que a su vez les lleva a muchos a acomodarse en su situación y a una falta de ganas de integrarse socialmente. Por eso dice que lo importante es que uno quiera superarse.
Él es un ejemplo de que la recuperación personal es posible. Dice que no es feliz pero porque sabe que la felicidad es una utopía, pero que ha llegado a estar contento consigo mismo. Que ya es mucho.
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